(tomado de las págs. 24 y 25 de CAMINAR CONOCIENDO, número 6)
por Hipólito Escolar Sobrino *
Madrid, enero de 1997
Noemí debía permanecer en casa, al lado de su madre, todas las horas del día ayudándole en las tareas hogareñas y guardando su recato. Le atraía el mundo exterior, caminar por las estrechas calles de Hervás y conversar con las vecinas o las muchachas de su edad, a las que veía, principalmente, cuando iban a cocer el pan al horno. Era una liberación salir al campo acompañando a su padre para ayudarle en las tareas agrícolas mientras el aire le azotaba el rostro y la lluvia le empapaba el pelo. Le encantaba el olor de la hierba mojada, el de la hierbabuena cuando tropezaba con una mata y el tomillo mientras lo estrujaba en la mano.
Aguantaba bien el sol de la canícula cubierta con un amplio sombrero y resguardaba la cara con un pañuelo. No le importaba sudar porque al regresar a casa sacaba agua del pozo y, subida en un lebrillo de barro, se refrescaba con cubos de agua que se echaba sobre la cabeza. No se atrevía a bañarse desnuda en la soledad de la casa, pero disfrutaba contemplando la fina y transparente camisa empapada que la cubría, mientras que soñaba con la aparición de un príncipe que pretendía abrazarla y robarla.
Por las noches, se dormía mirando la luna, a través del ventanuco casi pegado al techo de su habitación, y suspiraba por pasar una noche en el campo, contemplando su cara redonda, que le parecía un mundo habitado, donde creía ver seres superiores moviéndose. ¿Cómo serían? Seguro que muy poderosos y arrebatarían a las doncellas para llevarlas a valles floridos y hacerles el amor.
Temblaba pensando que cualquier día visitara a sus padres la casamentera para proponerles que se casara con un muchacho o un viudo del pueblo. No quería un fin tan prosaico y triste. Los conocía a todos y a ninguno lo consideraba capaz de satisfacer sus ganas de amar, de convertir en realidad sus ensueños que le asaltaban por la noche en su lecho.
Había oído a su madre exclamar al verla cubierta por la fina camisa sobre el lebrillo: <<¡qué hermosa eres Noemí! ¡qué cuerpo más perfecto! ¡qué redondos y apretados se muestran tus senos! ¡qué piel tierna como la de un bebé!; un cuerpo así - seguía su madre - no puede ser para cualquier patán del pueblo; ni para Absalón el sastre, ni para Saul el carnicero y menos aun para el viejo Benjamín por muy cubierto de monedas que esté>>.
Un día, Noemí salió con su madre, Raquel, a espigar en los campos que su padre Aarón había segado. La familia no era rica como para dejar espigas sueltas y caídas para la comida de los pájaros o engorde de la despensa de otros vecinos. El espigueo era una actividad noble de acuerdo con la tradición bíblica. Pero los riñones sufrían por la inclinación del cuerpo, aunque el alivio al enderezarse para respirar, era inmediato.
Al levantar la vista con los ojos entornados por la luminosidad del mediodía, vio a lo lejos un hato de cabras arreado por un joven cabrero, que, cuando estuvo delante de ellas, les ofreció un trago de leche para que se refrescaran, que les quitó la sed y le agradecieron.
-- Es de mis cabras. Las acabo de ordeñar. Puedo ofreceros también unos trozos de queso, que he hecho con mis propias manos.
Noemí miraba el rostro sonriente del muchacho, que no recordaba haber visto antes. Era hermoso y descubría un hombre enérgico y decidido.
Raquel le preguntó:
-- ¿Cómo te llamas, muchacho? No te había visto antes.
-- Me llamo David.
-- ¿De dónde eres? No pareces de estas tierras.
-- No lo soy. La mía es una historia larga. Vengo de tierras lejanas, a muchas semanas de viaje, que se llama Jazaria, porque nuestro pueblo desciende de Jazar de la tribu de Jafet. He venido enviado por nuestro rey, mi padre, a Córdoba, para saludar al más sabio de los judíos, Hasday ibn Saprut, ministro del califa Abderramán. Hasday conoce el destino de las personas y me ha dicho que no debo volver a Jazaria directamente, que antes he de caminar por estas tierras que se llaman Sefarad en dirección a Mérida, cruzar un caudaloso río, el Guadiana, luego otro, también caudaloso, el Tajo, y seguir hacia el norte hasta la altura de Toledo, que fue capital de un reino poderoso y está bien defendida por el río Tajo, que la abraza. Allí encontraría un pueblo llamado Hervás, donde ha de cumplirse mi destino. Creo que ya estoy en él.
-- En efecto, en él estás.
A la caída de la tarde las mujeres se despidieron porque se había hecho la hora de volver a casa.
-- Yo me quedaré esta noche en el campo junto a mis cabras, esperando.
Noemí y Raquel regresaron a casa con los envoltorios en los que llevaban las espigas recogidas y la primera cenó rápidamente porque, presa de gran inquietud, le apetecía retirarse a su cuarto. Abrió la ventana y se echó en el lecho sin encender la luz de la palmatoria, que no hacía falta porque la luna iluminaba la habitación. Se sentía atraída por la luna con más fuerza que otras noches y le pareció que se aproximaba o que cada vez más nítidamente podía distinguir lo que en su superficie plateada acontecía.
Creyó distinguir un caballero cabalgando, que en loca carrera se salió de la luna y se dirigió a ella. Cuando se acercó, pudo advertir que no montaba en un corcel sino en un fiero toro que lo llevaba embridado por una larga serpiente, no por correas.
Cuando se acercó a la ventana, Noemí pudo ver con claridad la cara del caballero, que identificó sin dudarlo con la del cabrero de la mañana.
Este alargó la mano y dijo:
-- Noemí debes venir conmigo para cumplir lo que está registrado en los astros, lo que me reveló Hasday. He de fecundarte para que la sangre de Jafet enriquezca la pobreza vital que os traído la endogamia en estas hermosas tierras con un clima paradisiaco y en las que brotan, junto a los cereales, olivos, higueras, castaños y viñas, pero aisladas. Vengo de esta guisa, cabalgando un toro para mostrarte que el hombre es capaz de llevar a cabo las más notables proezas, como domeñar en su provecho las pasiones impetuosas, como este toro, y orientar los instintos perniciosos, representados por la serpiente.
La muchacha se levantó como sonámbula, le siguió a una ladera de la colina, se reclinó sobre la crecida hierba y, mirándole con humildad a los ojos, le ofreció su cuerpo virginal.
-- Señor, soy tu esclava. Haz conmigo tu voluntad y apaga mi ardiente pasión.
Él la abrazó con una mirada y le dijo:
-- Eres hermosa como un campo florido, tus manos fueron creadas para acariciar y tus pechos y tus muslos para ser acariciados. Nunca un amante ha podido descansar en un cuerpo semejante al que me ofreces lleno de voluptuosidad. Estos campos, testigos de nuestros amores, conocerán un gran olivar, que dentro de mil años plantarán en honor de un gran poeta, Yehuda Haleví, hombres y mujeres religiosos, como el historiador Haim Beinart y los hermanos Isabel y Antonio José Escudero. Nuestros descendientes, que serán legión, sufrirán persecuciones, muchos tendrán que emigrar buscando la paz, otros se infiltrarán en la sociedad cristiana, se casarán con las familias más nobles, serán duques, condes, marqueses, y tendrán grandes riquezas y poder político, finalmente otros no alcanzarán tanta fortuna y seguirán labrando estos campos y los vecinos. Pero un día los hijos de unos y otros vendrán al bosque buscando el espíritu de sus abuelos y sabrán que deben dominar sus pasiones, orientar positivamente sus instintos y estar fundamentalmente al servicio de los otros seres humanos.
Hipólito Escolar, ex Director de la Biblioteca Nacional,
es biblioteconomista; autor de numerosos
cuentos y novelas, la última, No pudimos escapar .
por Hipólito Escolar Sobrino *
Madrid, enero de 1997
Noemí debía permanecer en casa, al lado de su madre, todas las horas del día ayudándole en las tareas hogareñas y guardando su recato. Le atraía el mundo exterior, caminar por las estrechas calles de Hervás y conversar con las vecinas o las muchachas de su edad, a las que veía, principalmente, cuando iban a cocer el pan al horno. Era una liberación salir al campo acompañando a su padre para ayudarle en las tareas agrícolas mientras el aire le azotaba el rostro y la lluvia le empapaba el pelo. Le encantaba el olor de la hierba mojada, el de la hierbabuena cuando tropezaba con una mata y el tomillo mientras lo estrujaba en la mano.
Aguantaba bien el sol de la canícula cubierta con un amplio sombrero y resguardaba la cara con un pañuelo. No le importaba sudar porque al regresar a casa sacaba agua del pozo y, subida en un lebrillo de barro, se refrescaba con cubos de agua que se echaba sobre la cabeza. No se atrevía a bañarse desnuda en la soledad de la casa, pero disfrutaba contemplando la fina y transparente camisa empapada que la cubría, mientras que soñaba con la aparición de un príncipe que pretendía abrazarla y robarla.
Por las noches, se dormía mirando la luna, a través del ventanuco casi pegado al techo de su habitación, y suspiraba por pasar una noche en el campo, contemplando su cara redonda, que le parecía un mundo habitado, donde creía ver seres superiores moviéndose. ¿Cómo serían? Seguro que muy poderosos y arrebatarían a las doncellas para llevarlas a valles floridos y hacerles el amor.
Temblaba pensando que cualquier día visitara a sus padres la casamentera para proponerles que se casara con un muchacho o un viudo del pueblo. No quería un fin tan prosaico y triste. Los conocía a todos y a ninguno lo consideraba capaz de satisfacer sus ganas de amar, de convertir en realidad sus ensueños que le asaltaban por la noche en su lecho.
Había oído a su madre exclamar al verla cubierta por la fina camisa sobre el lebrillo: <<¡qué hermosa eres Noemí! ¡qué cuerpo más perfecto! ¡qué redondos y apretados se muestran tus senos! ¡qué piel tierna como la de un bebé!; un cuerpo así - seguía su madre - no puede ser para cualquier patán del pueblo; ni para Absalón el sastre, ni para Saul el carnicero y menos aun para el viejo Benjamín por muy cubierto de monedas que esté>>.
Un día, Noemí salió con su madre, Raquel, a espigar en los campos que su padre Aarón había segado. La familia no era rica como para dejar espigas sueltas y caídas para la comida de los pájaros o engorde de la despensa de otros vecinos. El espigueo era una actividad noble de acuerdo con la tradición bíblica. Pero los riñones sufrían por la inclinación del cuerpo, aunque el alivio al enderezarse para respirar, era inmediato.
Al levantar la vista con los ojos entornados por la luminosidad del mediodía, vio a lo lejos un hato de cabras arreado por un joven cabrero, que, cuando estuvo delante de ellas, les ofreció un trago de leche para que se refrescaran, que les quitó la sed y le agradecieron.
-- Es de mis cabras. Las acabo de ordeñar. Puedo ofreceros también unos trozos de queso, que he hecho con mis propias manos.
Noemí miraba el rostro sonriente del muchacho, que no recordaba haber visto antes. Era hermoso y descubría un hombre enérgico y decidido.
Raquel le preguntó:
-- ¿Cómo te llamas, muchacho? No te había visto antes.
-- Me llamo David.
-- ¿De dónde eres? No pareces de estas tierras.
-- No lo soy. La mía es una historia larga. Vengo de tierras lejanas, a muchas semanas de viaje, que se llama Jazaria, porque nuestro pueblo desciende de Jazar de la tribu de Jafet. He venido enviado por nuestro rey, mi padre, a Córdoba, para saludar al más sabio de los judíos, Hasday ibn Saprut, ministro del califa Abderramán. Hasday conoce el destino de las personas y me ha dicho que no debo volver a Jazaria directamente, que antes he de caminar por estas tierras que se llaman Sefarad en dirección a Mérida, cruzar un caudaloso río, el Guadiana, luego otro, también caudaloso, el Tajo, y seguir hacia el norte hasta la altura de Toledo, que fue capital de un reino poderoso y está bien defendida por el río Tajo, que la abraza. Allí encontraría un pueblo llamado Hervás, donde ha de cumplirse mi destino. Creo que ya estoy en él.
-- En efecto, en él estás.
A la caída de la tarde las mujeres se despidieron porque se había hecho la hora de volver a casa.
-- Yo me quedaré esta noche en el campo junto a mis cabras, esperando.
Noemí y Raquel regresaron a casa con los envoltorios en los que llevaban las espigas recogidas y la primera cenó rápidamente porque, presa de gran inquietud, le apetecía retirarse a su cuarto. Abrió la ventana y se echó en el lecho sin encender la luz de la palmatoria, que no hacía falta porque la luna iluminaba la habitación. Se sentía atraída por la luna con más fuerza que otras noches y le pareció que se aproximaba o que cada vez más nítidamente podía distinguir lo que en su superficie plateada acontecía.
Creyó distinguir un caballero cabalgando, que en loca carrera se salió de la luna y se dirigió a ella. Cuando se acercó, pudo advertir que no montaba en un corcel sino en un fiero toro que lo llevaba embridado por una larga serpiente, no por correas.
Cuando se acercó a la ventana, Noemí pudo ver con claridad la cara del caballero, que identificó sin dudarlo con la del cabrero de la mañana.
Este alargó la mano y dijo:
-- Noemí debes venir conmigo para cumplir lo que está registrado en los astros, lo que me reveló Hasday. He de fecundarte para que la sangre de Jafet enriquezca la pobreza vital que os traído la endogamia en estas hermosas tierras con un clima paradisiaco y en las que brotan, junto a los cereales, olivos, higueras, castaños y viñas, pero aisladas. Vengo de esta guisa, cabalgando un toro para mostrarte que el hombre es capaz de llevar a cabo las más notables proezas, como domeñar en su provecho las pasiones impetuosas, como este toro, y orientar los instintos perniciosos, representados por la serpiente.
La muchacha se levantó como sonámbula, le siguió a una ladera de la colina, se reclinó sobre la crecida hierba y, mirándole con humildad a los ojos, le ofreció su cuerpo virginal.
-- Señor, soy tu esclava. Haz conmigo tu voluntad y apaga mi ardiente pasión.
Él la abrazó con una mirada y le dijo:
-- Eres hermosa como un campo florido, tus manos fueron creadas para acariciar y tus pechos y tus muslos para ser acariciados. Nunca un amante ha podido descansar en un cuerpo semejante al que me ofreces lleno de voluptuosidad. Estos campos, testigos de nuestros amores, conocerán un gran olivar, que dentro de mil años plantarán en honor de un gran poeta, Yehuda Haleví, hombres y mujeres religiosos, como el historiador Haim Beinart y los hermanos Isabel y Antonio José Escudero. Nuestros descendientes, que serán legión, sufrirán persecuciones, muchos tendrán que emigrar buscando la paz, otros se infiltrarán en la sociedad cristiana, se casarán con las familias más nobles, serán duques, condes, marqueses, y tendrán grandes riquezas y poder político, finalmente otros no alcanzarán tanta fortuna y seguirán labrando estos campos y los vecinos. Pero un día los hijos de unos y otros vendrán al bosque buscando el espíritu de sus abuelos y sabrán que deben dominar sus pasiones, orientar positivamente sus instintos y estar fundamentalmente al servicio de los otros seres humanos.
Hipólito Escolar, ex Director de la Biblioteca Nacional,
es biblioteconomista; autor de numerosos
cuentos y novelas, la última, No pudimos escapar .
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