El intruso en el funeral
(A la memoria de Carlos Gurméndez)
por Joaquín Lledó*
Hay un tipo de espiritismo que se practica con figuras de tinta. Estas figuras hacen volver la voz de los muertos que nos rondan cercanos, e incluso permiten que con esta voz nos lleguen otras voces; voces de otros espíritus más lejanos, desconocidos y misteriosos (pues no hay que olvidar que hay algunos que piensan que en estas letras pueden manifestarse los mismísimos dioses, aunque son muchos los que piensan que esto no puede ser cierto, al menos que es poco probable). De todas maneras, en lo que casi todos parecen estar de acuerdo es en considerar que, en esto de los espíritus, es evidente que las voces amigas sirven de introductoras, de guías. Son ellas las que, tomándonos y empujándonos con su "aliento", nos hacen adentrarnos en mundos desconocidos. Pero pese a esto, y curiosamente, cuando la voz que en estas figuras nos llega es la de alguien que nos fue verdaderamente próximo, es frecuente que el recuerdo de la ausencia de esta persona nos haga borrosas estas figuras, que por ello, al hacerse imprecisos los límites de su corporeidad, parecen perder la poca o mucha alma del desaparecido que hubiese podido atrapar.
Cuando esto nos sucede, nos quedamos ahí, frente a esas figuras de tinta, más sin verlas, perdidos en la realidad en el recuerdo de las pequeñas cosas vividas con aquel que ya no está; rememorando los confusos presentimientos que compartimos con él; los esperas pasadas a su lado; los gestos de ambiguo significado que con él intercambiamos; el común acuerdo en algo en realidad indefinido ...
Por el contrario cuando el que a nosotros regresa en estas figuras es alguien que, aunque próximo, en realidad desconocíamos, entonces cada una de estas marcas de tinta, cada una de estas huellas, se convierte verdaderamente en una posibilidad "auténtica" de comunicar con alguien que ya está con nosotros. Demasiado lejano la tinta sólo sería tinta, o todo lo más sería literatura, ficción; demasiado cercano su ausencia la haría turbia, borrosa, en definitiva tinta muda.
Decía el filosofo recientemente fallecido Carlos Gurméndez que "Vivir es estar viviendo, seguir los caminos de la vida sin pararse en el albergue del yo, deseando no salir de este paraíso sintiente". Yo no conocí a Carlos Gurméndez. Era Carlos, simplemente, amigos de los amigos, gente de mi gente. Pero curiosamente ahora que se ha ido, leyéndolo, lo que comparto con él no son recuerdos en los que figuran esos amigos (aunque todos ellos sean, por cierto, excelentes camaradas tanto para la fiesta como para el trabajoso lance). No. Lo que comparto con él es el gozo de volver a dar aliento, aunque solo sea durante un brevísimo instante, otras voces. Cuenta Gurméndez, quizás porque a él se lo contaron, la historia de un indio boliviano que llevaba mucho tiempo sentado en las escalinatas de un templo y al que preguntaron: ¿Qué hace usted sentado aquí? "Estoy tristeando", respondió.
Tristear es hilar sombras con el nudo de nuestra congoja de existir. Pero, como el propio Carlos sabía, este demorarse en el ensimismamiento es vano si allí no habitan algunas voces esenciales. Pasó él mucho tiempo de aquel que le fue dado vivir en diálogo con estas voces; probablemente con la secreta intención de hacérnoslas más próximas. De ellos testimonia cumplidamente la obra surgida de su quehacer. Un ensayo sobre la dialéctica subjetiva, titulada por aquel que se complació en ser amante "Teoría del Humanismo: Ser para no ser"; un ensayo de antropología dialéctica: "El secreto de la alienación. El hombre actor de si mismo", en el que evidentemente Carlos se adentra en el difícil problema de intentar delimitar lo que es estar poseído y lo que es personal y libre entrega al proyecto común. Su excelente "Teoría de los sentimientos". Y por supuesto su "Crítica de la pasión pura". En todos estos libros ahondó Gurméndez sus sentimientos, creando laboriosamente surcos que ahora nos permite a nosotros volver a recorrer los paisajes en los que su alma se complació. Él ya no está. Él se fue. Pero persiste en estas figuras de tinta su paisaje, y en él las voces de todos esos pensadores franceses, alemanes, ingleses, daneses y rusos que tan pacientemente sondó.
Han conseguido los filósofos españoles de este último siglo salvar de la constante acción de la nada el concepto de "talante", que es nuestra manera de decir ese "estar ahí" del que hablaba Heidegger. Gurméndez ya no está aquí. Pero su voz, prendida en la tinta y toda ella entregada a la tarea de hacer resucitar otras voces, nos devuelve por entero su talante. Fue Carlos Gurméndez un hombre bueno que amó la sabiduría y quiso siempre compartirla con sus amigos. Quizás Carlos ya no puede participar en aquello que ahora estamos preparando, pues quiso el destino que no llegar a franquear el umbral del nuevo milenio. Pero si lo que ahora proyectamos y preparamos se realiza y, realizándose, nos procura felicidad, en ese caso podemos estar seguros de que lo que hemos realizado es en realidad el sueño de Gurméndez.
Liberado ya de la pesadumbre que ocasiona el saberse condenado a partir, Gurméndez puede ya morar eternamente en los lugares que amaba frecuentar: en aquellas páginas del casi olvidado Marx; en el entusiasmo que precede a las revoluciones o en aquel verso de César Vallejo que él amaba citar: "¡Ah! desgraciadamente, hombre humanos, // hay, hermanos, muchísimo que hacer".
Y puede hacerlo sabiendo que allí, en esos instante fugaces - pues poco es el tiempo que se toma para leer un verso - a los que sólo la muerte hace perennes, un día recibirá nuestra visita. Pues es de hombres bien nacidos honrar a sus muertos.
Joaquín Lledó es escritor.
Redactor Jefe de la revista Album Letras.
(A la memoria de Carlos Gurméndez)
por Joaquín Lledó*
Hay un tipo de espiritismo que se practica con figuras de tinta. Estas figuras hacen volver la voz de los muertos que nos rondan cercanos, e incluso permiten que con esta voz nos lleguen otras voces; voces de otros espíritus más lejanos, desconocidos y misteriosos (pues no hay que olvidar que hay algunos que piensan que en estas letras pueden manifestarse los mismísimos dioses, aunque son muchos los que piensan que esto no puede ser cierto, al menos que es poco probable). De todas maneras, en lo que casi todos parecen estar de acuerdo es en considerar que, en esto de los espíritus, es evidente que las voces amigas sirven de introductoras, de guías. Son ellas las que, tomándonos y empujándonos con su "aliento", nos hacen adentrarnos en mundos desconocidos. Pero pese a esto, y curiosamente, cuando la voz que en estas figuras nos llega es la de alguien que nos fue verdaderamente próximo, es frecuente que el recuerdo de la ausencia de esta persona nos haga borrosas estas figuras, que por ello, al hacerse imprecisos los límites de su corporeidad, parecen perder la poca o mucha alma del desaparecido que hubiese podido atrapar.
Cuando esto nos sucede, nos quedamos ahí, frente a esas figuras de tinta, más sin verlas, perdidos en la realidad en el recuerdo de las pequeñas cosas vividas con aquel que ya no está; rememorando los confusos presentimientos que compartimos con él; los esperas pasadas a su lado; los gestos de ambiguo significado que con él intercambiamos; el común acuerdo en algo en realidad indefinido ...
Por el contrario cuando el que a nosotros regresa en estas figuras es alguien que, aunque próximo, en realidad desconocíamos, entonces cada una de estas marcas de tinta, cada una de estas huellas, se convierte verdaderamente en una posibilidad "auténtica" de comunicar con alguien que ya está con nosotros. Demasiado lejano la tinta sólo sería tinta, o todo lo más sería literatura, ficción; demasiado cercano su ausencia la haría turbia, borrosa, en definitiva tinta muda.
Decía el filosofo recientemente fallecido Carlos Gurméndez que "Vivir es estar viviendo, seguir los caminos de la vida sin pararse en el albergue del yo, deseando no salir de este paraíso sintiente". Yo no conocí a Carlos Gurméndez. Era Carlos, simplemente, amigos de los amigos, gente de mi gente. Pero curiosamente ahora que se ha ido, leyéndolo, lo que comparto con él no son recuerdos en los que figuran esos amigos (aunque todos ellos sean, por cierto, excelentes camaradas tanto para la fiesta como para el trabajoso lance). No. Lo que comparto con él es el gozo de volver a dar aliento, aunque solo sea durante un brevísimo instante, otras voces. Cuenta Gurméndez, quizás porque a él se lo contaron, la historia de un indio boliviano que llevaba mucho tiempo sentado en las escalinatas de un templo y al que preguntaron: ¿Qué hace usted sentado aquí? "Estoy tristeando", respondió.
Tristear es hilar sombras con el nudo de nuestra congoja de existir. Pero, como el propio Carlos sabía, este demorarse en el ensimismamiento es vano si allí no habitan algunas voces esenciales. Pasó él mucho tiempo de aquel que le fue dado vivir en diálogo con estas voces; probablemente con la secreta intención de hacérnoslas más próximas. De ellos testimonia cumplidamente la obra surgida de su quehacer. Un ensayo sobre la dialéctica subjetiva, titulada por aquel que se complació en ser amante "Teoría del Humanismo: Ser para no ser"; un ensayo de antropología dialéctica: "El secreto de la alienación. El hombre actor de si mismo", en el que evidentemente Carlos se adentra en el difícil problema de intentar delimitar lo que es estar poseído y lo que es personal y libre entrega al proyecto común. Su excelente "Teoría de los sentimientos". Y por supuesto su "Crítica de la pasión pura". En todos estos libros ahondó Gurméndez sus sentimientos, creando laboriosamente surcos que ahora nos permite a nosotros volver a recorrer los paisajes en los que su alma se complació. Él ya no está. Él se fue. Pero persiste en estas figuras de tinta su paisaje, y en él las voces de todos esos pensadores franceses, alemanes, ingleses, daneses y rusos que tan pacientemente sondó.
Han conseguido los filósofos españoles de este último siglo salvar de la constante acción de la nada el concepto de "talante", que es nuestra manera de decir ese "estar ahí" del que hablaba Heidegger. Gurméndez ya no está aquí. Pero su voz, prendida en la tinta y toda ella entregada a la tarea de hacer resucitar otras voces, nos devuelve por entero su talante. Fue Carlos Gurméndez un hombre bueno que amó la sabiduría y quiso siempre compartirla con sus amigos. Quizás Carlos ya no puede participar en aquello que ahora estamos preparando, pues quiso el destino que no llegar a franquear el umbral del nuevo milenio. Pero si lo que ahora proyectamos y preparamos se realiza y, realizándose, nos procura felicidad, en ese caso podemos estar seguros de que lo que hemos realizado es en realidad el sueño de Gurméndez.
Liberado ya de la pesadumbre que ocasiona el saberse condenado a partir, Gurméndez puede ya morar eternamente en los lugares que amaba frecuentar: en aquellas páginas del casi olvidado Marx; en el entusiasmo que precede a las revoluciones o en aquel verso de César Vallejo que él amaba citar: "¡Ah! desgraciadamente, hombre humanos, // hay, hermanos, muchísimo que hacer".
Y puede hacerlo sabiendo que allí, en esos instante fugaces - pues poco es el tiempo que se toma para leer un verso - a los que sólo la muerte hace perennes, un día recibirá nuestra visita. Pues es de hombres bien nacidos honrar a sus muertos.
Joaquín Lledó es escritor.
Redactor Jefe de la revista Album Letras.
Un Sumario:
"Tristear
es hilar sombras
con el nudo de nuestra
congoja de existir"
CAMINAR CONOCIENDO, Nº 6 PÁGINAS 14 y 15
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