Todas las palabras, dentro de mi, golpean mis labios: dije que hallé un antílope, pero... ¡que va!... lo que encontré fue un hormiguero...; aseguré que más valía morir que vivir en deshonor... luego, cuando tuve hambre -a pesar de dios, que prohíbe comer mono- me zampé hasta un mandril.
También dije, que velé por dios; y me preguntaron: "¿Crees, acaso, que está muerto, como el mandril que te zampaste?"
Dije, manifesté, declaré... Y todas las palabras golpearon mis labios. Sin embargo, ¡qué vergüenza!, el poderoso cocodrilo no se atreve a medirse en la sabana con el búfalo... Y no obstante se queda tranquilo y silencioso a la orilla del río...
Y... ¿qué decir de ese mismo río?... Se va, y corre, y llega, y sin decir palabra, pone su cuello bajo la raíz que impide el libre discurrir de sus aguas y la arranca de cuajo...
Y de ella... ¿qué decir de ella?... Se dispone a satisfacer su más íntimo deseo femenino: embellece con antimonio los párpados; se coloca un ceñidor de amuletos a la cintura... Y, saliendo al campo, con el pecho al descubierto, sin abrir la boca, casi como el río, se va, y corre, y llega, y arranca de cuajo la raíz de su deseo...
Pero a mi..., ¡qué vergüenza!... las palabras, me golpean los labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario