Ahora que queremos escribir sobre las charlas que mantuvimos con D. Eusebio García Luengo, nos encontramos con un obstáculo practicamente insalvable: nuestra nuestra memoria es chiquita y no tomamos apuntes. Es verdad que alguna vez lo pensamos, pero como no teníamos la costumbre de hacer un diario lo dejábamos para el día siguiente y al final... Y si, nos ponemos de una mala hostia... inutilmente.
Sobre esto de la memoria, de la nuestra, lo único que podemos es compararla con la de él, con la de D. Eusebio García Luengo y... y nuestra autoestima de desmorona, se nos cae al suelo, se desparrama y se hunde en el polvo, miserablemente. ¡Qué desgracia! ¡La nuestra!
De esta constatación de la prodigiosa memoria del escritor de Puebla de Alcocer guardamos algunos recuerdos. Decía él que no era más que una memoria cordial. Solo eso. Pero... ¡santo dios!... ¡qué memoriosa cordialidad!...
Dos ejemplos:
1) Un día, estando sentados con él en la terraza del bar Pinar (cómo no); terraza que, hay que decirlo, no era mas que la acera de la calle Principal donde colocaban las mesas para tomar los refrigerios; allí nos encontrábamos charlando (en realidad hablaba él solo, nosotros escuchábamos) cuando se acercó una pareja de jóvenes que lo saludaron:
-¿Qué tal D. Eusebio? -dijo uno- ¿No me conoce? No se acuerda de mi? Hablé con usted...
-¡Pero, hombre, no me voy a acordar! Le recuerdo perfectamente. Usted es Félix Rosado, el periodista. Si nos presentó, aquí mismo, hace dos años, D. José Mª Amigo que está ahora conmigo. Es mas, a usted le acompañaba un amigo que era profesor de ciencias y...
¡Se acordaba de un saludo breve, casi fugaz, de hacía dos años! ¡Joder! ¡Perdón! ¡Con más de ochenta años!
2) Y esta segunda muestra de su excelente memoria la hemos contado multitud de veces. Bueno, pues como él mismo se expresaba, la contaremos otra vez: cierto día le hablamos de un libro que había en la Biblioteca Pública Municipal de Las Navas del Marqués titulado 'El compromiso de la novela en la II República' -si la memoria no nos engaña- de un profesor universitario, extremeño como don Eusebio y cuyo nombre hemos olvidado (este olvido para él era un pecado que achacaba a la vejez y le enfurecía) y en cuyas páginas era citado nuestro amigo muy a menudo.
-¡Ah, si! Pues traételo y me lees algo.
Cuando se lo llevamos nos pidió, como no veía para leer, que le leyéramos la bibliografía.
-Tiene dos bibliografías: de obras y de artículos.
-¡Vaya! Si que es serio el libro. Pues... lee el de artículos.
Leimos uno a uno los casi... ¿doscientos autores?... No recordamos... pero muchos.
Excepto a dos o tres los conocía a todos. Eso si, no a todos había tratado.
(Tal memoria nos hizo recordar a los griots africanos quienes en su cabeza tienen hechos que se remontan a siglos y cuando muere alguno, sin haberlo tratado, sin haber recogido todo su saber, o parte de él, es lamentado por todos diciendo que es como si se quemara una biblioteca. Seguro que de D. Eusebio nadie habrá lamentado su muerte en cuanto a lo que guardaba en su memoria, pero creemos que habría sido de mucha utilidad para numerosos estudiosos investigadores)
Y para mostrar ese conocimiento recordamos dos casos: uno, de los primeros que leimos y el otro, de los últimos.
Del primero dijo:
-Si, lo conocí. No lo traté. Escribía en el diario 'La Tarde' que, como su rótulo indica, salía por la tarde en Madrid.
Nosotros constatamos que en la bibliografía ponía: 'La Tarde', día tal de mil novecientos tantos. Y, si no desvariamos, creemos recordar que nos lo describió físicamente, incluso el lugar de nacimiento y la profesión de su padre. Solía decir que le gustaba conocer todo todo de la persona. Añadiendo siempre:
-Y si fuera posible hasta la madre que lo parió.
Del otro autor que, como ya hemos dicho, estaba al final de la lista, nos acordamos de su apellido, Urales, dijo lo siguiente, mas o menos:
-¡Ah, Urales! Hacía mucho que no lo oía citar. Este era el padre de Federica Montseny Mañé quien, como sabrás, fue ministra anarquista de la II República en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Urales no se llamaba así sino Juan Montseny. Era un pseúdonimo. Escogía nombres así porque era aficionado a la naturaleza. Pero... mira... hacia años que no lo oía nombrar...
Este suceso ocurría cuando el escritor tenía cerca de noventa. No está mal.
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